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¡Voz y creación en libertad!

Somos un proyecto dedicado a la creación, investigación y pedagogía teatral.

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El mal

El mal
Por María Del Carmen Rodríguez Torija

No existe otra cosa más que un mundo espiritual;
Lo que llamamos mundo sensible es el mal en el mundo espiritual,
y lo que llamamos mal no es más que una necesidad
de un instante de nuestra evolución eterna.

Franz Kafka

Augusto recorrió de nuevo la estancia con aquella mirada oblicua que Gema conocía tan bien. La misma mirada de cuando ambos eran jóvenes, y sus hijos pequeños entraban a casa después de jugar más tarde de lo permitido balbuceando algún pretexto y él, entrecerrando los ojos y viéndolos fijamente, con el solo gesto obtenía la verdad.

Gema pensó, como tantas veces antes, que su esposo podía haber sido uno de esos detectives de película que siempre resolvía los misterios, porque ningún detalle escapaba a su vista; sólo que en este caso no eran las huellas de un crimen lo que buscaba, era solo polvo, algún vestigio sobre o debajo de los muebles o en un rincón, que indicara la falta de diligencia del ama. Al ver el rostro de ella se podía adivinar que hacía un repaso mental de todos los lugares que había limpiado con esmero, tratando de recordar si quedaba alguna oscura esquina que se le hubiera pasado en la tarea.

No es que se tratara de un tirano inflexible que buscara la ocasión para demostrar a los demás su autoridad, no, era simplemente que con el transcurso de los años había desarrollado una aversión claramente patológica al polvo. Esto en varias ocasiones había sido motivo de discusión con su esposa, quien le impelía a buscar ayuda profesional para librarse de esa fobia que provocaba constante malestar en toda la familia. El rostro de él cambió paulatinamente, dando paso a una expresión de tranquilidad al terminar su rigurosa inspección. Gema respiró hondo, satisfecha, y de nuevo lo enfrentó suavemente:

–Augusto, vas a terminar volviéndote loco con esa obsesión, ¿por qué no consultas con un sicólogo? No es normal lo que te pasa-

El frunció el entrecejo con leve disgusto, –ya te he dicho, mujer, que el polvo atrae alimañas, enfermedades y sabe Dios que males provoque, tu no te das cuenta de eso, necesitas leer para que te enteres, en fin, vamos a comer pues tengo que volver al trabajo-

Resignada, ella se dispuso a servir los alimentos tratando de no pensar en el mal rato pasado, mientras su esposo se lavaba las manos por segunda vez. La llegada del esposo del trabajo era todo un ritual: entrar, lavarse las manos, ponerse unos guantes blancos de algodón, llevar a cabo su inspección y volver a lavarse las manos antes de sentarse a comer. Realmente era algo que crispaba los nervios, ponía a toda la familia en tensión y terminaba con la alegría de los chicos que llegaban de la escuela felices por haber concluido las clases del día. Sólo Gema conservaba la serenidad, a pesar de encontrarse esos momentos bajo la lupa del “inspector” como lo habían apodado sus hijos.

-ya les he dicho que no le llamen así, si un día se da cuenta le van a causar un gran disgusto y entonces sí que les irá mal-

Los chicos corrían a esconderse divertidos fingiendo un gran temor, pero ocultando la risa que el cariñoso regaño les causaba, ya habían pasado la edad en que un regaño los asustaba en realidad.

Los días transcurrían casi sin variación, sin embargo la familia fue observando un cambio en Augusto, tan leve que apenas si se notaba. Primero unas incipientes ojeras, como cuando no se duerme bien. Pero poco a poco su rostro se fue tornando de un color grisáceo que pasó del claro al oscuro en el breve lapso de unos días.  También el aislamiento y sus cambios de humor fueron más frecuentes. Todo en la casa se volvió tensión. El parecía no darse cuenta de lo que sucedía y cuando su esposa trataba de hacerle ver su situación y la que provocaba en el hogar, él replicaba:

-tengo exceso de trabajo, pero me siento bien, ustedes son los que parecen estar volviéndose locos, todo les asusta, todo les molesta, déjenme en paz-

Con las semanas no sólo el rostro sino toda la piel adquirió el desagradable tono y comenzó a verse acartonada. Esto realmente alarmó a Gema quien hizo hasta lo imposible porque él consultara con un médico y hasta llamó a uno que era amigo de la familia, –Creo que debería ir al hospital, puede ser algo grave y necesita exámenes a fondo- comentó, pero él no permitió que lo examinara, objetó nuevamente que nada le pasaba y que dejaran de molestarlo.

Así, continuó la vida en medio de la constante observación para descubrir cualquier nuevo cambio que se presentara. Por un tiempo pareció que la transformación se había estancado pues ya nadie notaba nada más raro en Augusto. Sin embargo un día no se levantó para ir a trabajar y esto preocupó a todos pues si alguien había que nunca teniía pretexto ni motivo para faltar al trabajo, era él.

Pasaron varios días y Gema tuvo que llamar al doctor que antes lo había visto, quien llamó a otros médicos y entre todos no se ponían de acuerdo respecto al padecimiento. En realidad nadie sabía lo que estaba sucediendo:

–se trata de una rara enfermedad que debe estudiarse en el hospital- opinaron al fin en común.

Pero Augusto continuó inflexible en su decisión de no internarse.

–sólo necesito vacaciones y ya mi jefe estuvo de acuerdo en que yo las tome pues hace seis años que no lo hago, reposaré unos días en cama y me repondré, estoy cansado únicamente- les dijo

Con las semanas sus hijos se acostumbraron a no verlo deambular por la casa, aunque echaban de menos sus inspecciones de limpieza por las molestias que les causaban. Llegaban de la escuela e iban a saludarlo y hasta les parecía que se iba encogiendo por efecto de la falta de movimiento. La madre arreglaba la recámara con esmero y trataba de tenerla ventilada e iluminada abriendo las ventanas por las que entraba el sol a raudales. Sin embargo, a poco empezó él a quejarse de que la luz le lastimaba los ojos y las cortinas se cerraron, pero pasados unos días esto fue insuficiente y hubo que poner un grueso cortinaje que no permitiera pasar el mínimo rayo de sol. Ya para entonces Gema tenía que asear el cuarto a la luz de una lámpara que no hiriera la vista de él, quien tampoco permitía que lo tocara.

La casa se convirtió casi en una tumba, no se escuchaban conversaciones en voz alta, ni correteos o risas, ni siquiera los regaños de la madre que antes reprendía las bromas y jóvenes travesuras. Todo estaba invadido por una gran tristeza. El cuarto de Augusto se volvió una especie de santuario en donde sólo su esposa podía entrar.

Había pasado ya un año, desde que empezó a aquejarlo el extraño mal, cuando una mañana en que, como de costumbre, Gema entró a verlo antes de despedir a los chicos para la escuela, se escuchó un grito que los dejó paralizados y corrieron todos, asustados pensando encontrar un horrible espectáculo. Cuando por fin pudieron acostumbrar la vista a la tenue luz de la lámpara, alcanzaron a distinguir, en donde esperaban encontrar a su padre, sólo un montón de polvo esparcido sobre la cama. Yo bien lo sé porque, sin encontrar explicación al suceso, durante mucho tiempo esperé volver a ver a mi padre.

Desde entonces, he comprado ya varios pares de guantes blancos de algodón para cerciorarme de que, siempre que llegue a casa, todo esté bien limpio.

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