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¡Voz y creación en libertad!

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El ojo de bruja

El ojo de bruja
Por Elí Isaí Loya Balcázar

-Era una vez un ojo. Un ojo de bruja -dijo la madre, haciendo una voz suave y profunda. Sus tres hijos se sentaron de inmediato en el suelo. -Un ojo que veía montones de cosas, terribles y fantásticas, adorables y absurdas. Era un ojo de bruja que veía muchas de cosas. -¿El ojo estaba en la cara de la bruja? -preguntó el más pequeño. -No, no tenía cara. -¡Estaba en su cabeza! -gritó el mediano. -No había cabeza. -¿Lo sostenía una mano cortada de una bruja? -preguntó el grande, haciendo alarde de inteligencia. -No había mano, ni cara, ni cabeza, ¡era un ojo de bruja que veía muchas cosas! -Eran unos días antes de navidad. El padre había echado grandes leños en la chimenea y se había ido a encerrar en su estudio como todas las tardes después de cenar. Desde la ventana se veían caer livianamente plumas de nieve que parecían plumas de almohada. -¿Y cómo puede saberse con tal seguridad, que la cuenca donde estuvo un día ese ojo era de la cabeza de una bruja? -cuestionó el grande. -Esas cosas se saben. Quienes vieron adentro de ese ojo, lo saben de inmediato, como los que en la noche voltean al cielo y, aunque no puedan verla, no tienen ninguna duda sobre la existencia de la luna. Hay algo más: quienes pudieron soportar el terror de mirar más de una vez, supieron cuál era el nombre de la bruja. El ojo se los mostraba. -¿Y cómo se llamaba? -preguntó el pequeño. -Solo aquellos que miraron lo saben, pues no es un nombre que pueda escribirse o pronunciarse. Más que mirar su nombre, lo sentían. Fue visto por primera vez en manos del hijo del carpintero, un 67 niño solitario que solía dar largos paseos por el bosque y regresar ya entrada la tarde. Más de una vez había tenido a su padre viudo con el alma en un hilo, esperando su regreso. El hijo del carpintero jugaba despreocupadamente con el ojo en la plaza del pueblo, como quien se divierte con una pelota; lo lanzaba por encima de su cabeza y el ojo atravesaba el aire con extraños destellos. Al primero que le llamó la atención fue al curandero, que pasaba por ahí de vuelta del mercado. Una mano detuvo el ojo cuando caía de su vuelo, dejando al hijo del carpintero con las manos levantadas.

-¡Regrésemelo, es mío! El viejo no contestó. Se quedó unos minutos mirando extrañado esa esfera de una consistencia que no podía reconocer. Sin decir nada, tomó al muchacho de la ropa y lo llevó a rastras a casa de su padre, que se encontraba trabajando en su taller. Cuando los vio llegar dejó sus herramientas.

-¿Ahora qué hiciste, hijo? -¡Te prometo que no hice nada! -Hasta ahora no ha hecho nada. Pero quería preguntarte si sabes algo sobre esto -dijo el curandero mientras le lanzaba el ojo. El carpintero lo atrapó por reflejo y se quedó sorprendido viendo lo que tenía en sus manos. -¿Y esto? El curandero estaba a punto de responder, pero el hijo del carpintero le quitó la palabra de la boca. -¡Juro que no lo robé, lo encontré en el bosque! Luego, ante las preguntas de ambos interrogadores, el chico les contó que durante su paseo se detuvo al pie de un inmenso roble que solía visitar. Ahí pasaba largos ratos buscando insectos, piedras 68 y cualquier otra cosa que conseguía llamar su atención. Les dijo que mientras estaba tumbado removiendo la hojarasca y las ramas del suelo (en realidad estaba sosteniendo en voz alta una charla interesantísima con todo tipo de seres que le gustaba imaginarse) escuchó unos ladridos y gruñidos no muy lejanos. Se levantó y siguió el rumbo de donde provenía el ruido, hasta llegar en pocos minutos a un claro del bosque donde había una cabaña abandonada. Escondido entre los troncos y el follaje, vio a unos seis perros que olisqueaban y removían la tierra cerca de la casa, y, de vez en cuando, se retaban mostrando sus dientes con ferocidad cuando se estorbaban en su pesquisa. El hijo del carpintero, que tenía mucho de aventurero y algo de bribón, sacó su resortera del pantalón y desde su escondite lanzó unas cuantas piedras de buen tamaño, de las cuales la mayoría dieron en el suelo y en las paredes, con lo cual la jauría se dispersó y emprendió la huida. Una o dos piedras llegaron directamente a un hocico o una nariz, y una más fue a dar al cristal de la ventana, causando gran estruendo. Uno de los perros volvió la mirada mientras huían, y aunque el muchacho estaba escondido, los ojos del perro parecieron clavarse por un instante en los suyos, luego solo siguió a sus compañeros. Cuando se cercioró de que los perros se habían ido, fue a husmear el lugar. Ya había estado antes fuera de esa casucha y le decepcionó un poco encontrar todo de la manera habitual, unos muebles viejos apilados en desorden, algunos cacharros, nada que mereciera la pena. Bueno, casi nada. Nunca se había asomado al interior de la casa, y un cristal de la ventana estaba hecho pedazos en el suelo. Solo tuvo que mover con la mano una sucia y deteriorada cortina. Era una casa pequeña y no presentaba mayores novedades que su exterior. De 69 hecho, estaba prácticamente vacía, llena de polvo y telarañas. Metió media cabeza para mirar mejor, y poniendo la mano libre cerca de su boca, gritó lo más fuerte que pudo “¡holaaaaaaa!”. Su voz resonó en el silencio, y a punto estaba de sacar la cabeza cuando otra voz contestó con toda claridad: “hola”. La sorpresa lo hizo echarse hacia atrás y tropezarse con una piedra. Tirado con la espalda contra el suelo vio cómo la ventana se abrió de golpe hacia afuera, y cómo la cortina salía de la casa, agitada por una corriente de aire. El miedo lo hizo saltar como gato, poniéndose de pie, mientras la puerta se abría de par en par, pero ya no quiso ni siquiera mirar. Se dio la vuelta y corrió un buen trecho hacia el pueblo sin detenerse a voltear. Conocía bien el terreno y se había hecho ágil en andarlo a prisa, pero iba tan turbado que le parecía que las ramas de los árboles le salieran al paso para detenerlo; apenas pudo agacharse para librarse de una rama demasiado baja, aunque hubiera jurado que una mano le arrancara un mechón de cabello; quiso voltear, sintiendo un gran escalofrío, pero se tropezó con sus propios pies. Esta vez cayó boca abajo, y se giró con toda la rapidez que pudo, como queriendo comprobar si alguien lo seguía. No había nadie. Estaba solo en el bosque y a unos pasos se veían ya las primeras casas. Se calmó un poco y recuperó el aliento. Sintió un poco de pena por pensar que alguien lo viera huyendo con tanto temor. Se burló de sí mismo y sonrió. Entonces miró a un metro de sus pies. Ahí estaba el ojo. Claro que al principio solo le llamó la atención por su aspecto inusual, y claro que la mayor parte de los detalles los omitió al padre y al curandero. A decir verdad, su versión no incluía ni los perros ni la cabaña, aunque sí el último tropezón. Al padre no le pareció algo digno de indagar demasiado, y le restó importancia. Aunque el curandero no quedó del todo conforme, 70 se tuvo que resignar a que el muchacho recuperara su juguete, y se despidió con desgana. Pasó casi un año antes de que el ojo revelara su extraña cualidad. El hijo del carpintero casi lo había olvidado y lo tenía sobre un librero, en su cuarto. Hasta una noche que se preparaba para dormir, y una ráfaga de aire entró por su ventana; el ojo irradió destellos rojos y se agitó, haciendo sonar el mueble. Se acercó y lo tomó, y entonces pudo mirar que dentro del ojo se sucedían imágenes y escenas fabulosas, llenas de aventuras terribles y entretenidas. Era como estar viendo una de esas obras de teatro que presentaban algunos domingos en la plaza -quizá un poco mejor representadas-. El muchacho estuvo embelesado un buen rato, hasta que empezó a ver una escena que después refirió como monstruosa, pero sin atreverse a dar detalles, la cual no pudo soportar y aventó el ojo, pegando un alarido. El padre empujó la puerta y encontró a su hijo trepado en la cama, pálido y mudo. El ojo giraba en el suelo refulgiendo. El carpintero se persignó y le echó encima su pañuelo. Estaba ya entrada la noche, pero aun así alistó su caballo y se dirigieron a casa del curandero. Habían puesto el ojo en un cofre. El curandero los invitó a pasar y escuchó con más tranquilidad de la esperada el relato de ambos. Resolvieron ir a despertar al cura para pedir su consejo. Sin embargo, el cura no pareció interesarse mucho con lo sucedido; dijo que en el mundo había muchos y variados objetos que escapaban a la comprensión e inteligencia de los hombres comunes; dijo también que difícilmente una cosa como esas podría hacer algún daño a alguien, pero que, no obstante, les sugería deshacerse de ella cuanto antes; fastidiado les dio algunas simples instrucciones para que llevaran a cabo la tarea, les ofreció la mano para que la besaran, 71 y cerró la puerta de la iglesia en sus narices. El curandero se ofreció a destruir ese objeto diabólico, a menos, dijo, que quisieran escuchar el espantoso grito de las brujas al ser sacrificadas. Ni el carpintero ni su hijo quisieron saber más del asunto y se regresaron aliviados a su casa. El curandero fue también a la suya, pero lejos de destruir el ojo, lo colocó encima de su escritorio para estudiarlo otro día. Después de algunos asuntos más urgentes, por fin se dedicó a indagar en viejos libros y someter esa “curiosa artesanía” a los más descabellados experimentos. No tardó mucho en descubrir la sorprendente gracia, y no dejó de pensar en las palabras del cura. Dijo a todos que se había encargado del asunto, y lo conservó mucho tiempo, hasta que convino mostrarlo en secreto a quien quisiera echar un vistazo. A cambio, claro, de un precio razonable. Ver el ojo era algo tan maravilloso, que el número de mirones pronto creció, y pronto corrieron también los rumores más allá de la aldea. La gente chismeaba, y el curandero, aunque negaba siempre, se sentía en el fondo satisfecho e importante, pues empezaron a ser más frecuentes las visitas de personas de pueblos lejanos, que de otro modo jamás habrían tenido interés en visitar. El ojo mostraba a quien veía, portentos pasados y futuros, batallas, cacerías, ejecuciones de herejes y brujas, amoríos e infinidad de historias asombrosas. La fortuna de su dueño creció en pocos meses, y pasaron pocos años antes de que la cosa fuera perdiendo novedad; al menos en el pueblo, y el ojo de bruja pasó a ser una leyenda. Una noche, durante la fiesta del santo patrono del lugar, algo pasó que reavivó el tema entre los vecinos. Empezaron a sonar las campanas de la iglesia. Además de lo inusual por la hora, el sacerdote se encontraba en la plaza: no había nadie en la iglesia. A las 72 campanadas les siguió un escandaloso incendio que iluminó el cielo. Todos corrieron hacia la iglesia, improvisando como arma lo que tuvieron a mano. El incendio era de la casa del curandero (que estaba cerca de la iglesia). Era tarde para salvar la casa de las llamas, y antes de que se preguntaran por el curandero, quien no solía asistir a eventos públicos, aullidos profundos y espantosos vinieron de adentro de la iglesia, el cura empezó a rezar y los hombres sintieron que los abandonaba el valor. Las puertas de la iglesia estaban cerradas. Los vecinos detuvieron el paso a unos metros de la entrada; el cura los miró con desprecio, empuñó un crucifijo y siguió caminando mientras balbuceaba un salmo. Luego hubo muchas versiones de lo que pasó. Pero más o menos, todas coinciden en lo elemental. Antes que el cura lograra llegar a las escaleras, una horda de perros salió empujando las puertas, gruñendo y babeando; la escena, con el chirriar del incendio y un aire endemoniado que empezó a remolinear, dejó a todos paralizados. El hijo del carpintero, que ya estaba entrando en su madurez, dio unos pasos adelante y vio que uno de los animales llevaba el ojo en el hocico. El joven y el perro se miraron directo a los ojos por unos segundos, era el mismo que había visto en la choza. El hijo del carpintero quiso avanzar, pero entre los vecinos y el cura se alzó una cortina de fuego imposible de atravesar sin morir en el intento; el solo resplandor y el calor que desprendía, hicieron retroceder un poco más a todos. Con dificultad, vieron cómo los perros se echaron sobre el pobre sacerdote, que con grandes gritos de horror, y en pedazos, abandonó este mundo. El fuego cesó de pronto, entonces los perros se marcharon como llevados por el viento hacia la negrura de la noche, ante la mirada 73 aturdida de los vecinos. El hijo del carpintero fue el primero en moverse, entró al templo y, seguido de un grupo de personas que lograron reaccionar, encontró el cuerpo ensangrentado del curandero con la cabeza recostada al pie del altar, sin ojos, y con un cofre abierto entre las manos. Jamás se volvió a saber del ojo. Pero el hijo del carpintero jamás olvidó aquella voz, lo que vio en su cuarto, y, sobre todo, nunca podría olvidar ya el fin que tuvieron el cura y el curandero, la iglesia y la vieja casa. Los tres hijos se quedaron mirando a la madre, en completo silencio. La quietud y lo oscuro de esa noche eran el escenario perfecto para que la historia que escuchaban resultara más terrible y cercana. -¿Y qué pasó después? -se animó a preguntar el de en medio. -Aunque los habitantes del lugar estuvieron totalmente de acuerdo en lo sobrenatural del suceso, las autoridades que vinieron del exterior no prestaron muchos oídos; al fin y al cabo en los pueblos como ese abundan las historias increíbles y las supersticiones. Eso sí, dijeron que aquellos animales no eran perros, sino lobos, y que ya habían causado molestias en otras poblaciones cercanas. “Quizá si no se hubieran sentido en peligro por una muchedumbre que los rodeaba jadeante y con todo tipo de armas, no hubieran atacado como lo hicieron”. El asunto se fue olvidando. Cada año fueron menos frecuentes las visitas a las tumbas del cura y el curandero, hasta que un día ya nadie volvió a visitarlas. Y aunque el pueblo fue creciendo con el tiempo, acortando las distancias con los pueblos vecinos, fortaleciendo el comercio, y sin saber cómo ni cuándo se vio favorecido por la educación y la tecnología, los hijos y los nietos de quienes vivieron en carne propia aquel suceso, todavía cuentan a los niños que siempre estén atentos, que los ojos de bruja abundan en el mundo, y que si son buenos observadores, cualquier día, entre 74 los árboles del bosque, brillando entre las hojas, o escondido en el resquicio polvoso de un librero, un ojo clavará en ellos su mirada, y no resistirán querer mirar en él.” Aunque la mayoría conocemos muy bien este cuento, siempre disfrutamos enormemente leerlo. Se dio por terminada la sesión y saboreamos una tarde de comilona, juegos y canciones.

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