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¡Voz y creación en libertad!

Somos un proyecto dedicado a la creación, investigación y pedagogía teatral.

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La anciana al final de la calle

La anciana al final de la calle
Por Paloma R. del Rio

Al final de la calle vivía una anciana llamada Águeda en una casa grande, tan grande que bien podría tener un elefante de mascota.

Como todas las ancianas, estaba llena de arrugas, caminaba lento, tejía suéteres de lana y preparaba avena caliente. Tenía el cabello blanco, como las sábanas que a veces lavaba y tendía en su patio, y los ojos castaños, igual que los pasteles de chocolate que horneaba y dejaba en la ventana de la cocina para que se enfriaran.

Usaba un bastón tan pequeñito como ella para poder cruzar el porche y recoger el periódico del piso. Pero a veces, cuando se agachaba, toda su espalda tronaba como hule de burbujas y se quedaba allí, encorvada sin poder enderezarse de nuevo. Entonces, Águeda tenía que pedirle a cualquier vecino que pasara que le ayudara un poco.

Si le tocaba la mala suerte de que fuera su vecina Martha, siempre, siempre, le preguntaba por sus hijos.

—¿Ya vinieron a verte, Ague? ¿les llamaste?

Águeda estaba muy cansada de tener que contestarle que no, así que ya no lo hacía. Se quedaba callada, refunfuñaba un poco y, cuando lograba enderezarse, volvía pasito a pasito adentro de su casa. Y cerraba la puerta. Aunque nunca llegaba a dar un portazo porque ya no tenía las fuerzas de antes.

Águeda ya no marcaba los números de teléfono de sus hijos porque ninguno contestaba o, si llegaban a hacerlo, siempre decían estar ocupados como para escuchar cómo ella había horneado otro pastel de chocolate para darle a sus nietos cuando vinieran a verla.

Quizá por eso no sonreía nadita. Aunque el día fuera soleado.

Aunque los pajaritos cantaran.

Aunque su pastel de chocolate fuera delicioso.

Por las tardes, salía con el pastel que había horneado por la mañana envuelto en un paño de tela.

Caminaba quedito al inicio de la calle donde había un parque, se sentaba lentamente en la misma banca verde, bajo el mismo enorme árbol y desmoronaba el pastel hasta hacerlo migas para las aves.

—¡Cuánto me gustaría ser una de ustedes! —les solía decir.

Después de alimentarlas cerraba los ojos. En ocasiones se quedaba dormida y la despertaban las risas de los niños.

Cuando regresaba a casa, bastoneaba un poco más lento que cuando había salido de ella.

En la pequeñita casa de la anciana Ague no se escuchaba ningún ruido hasta que se iba a la cama y se ponía a roncar. Roncaba tanto y tan alto que todas las habitaciones parecían hacerlo también.

A veces los ronquidos eran tan fuertes que se despertaba asustada y luego se daba cuenta que no había nada qué temer porque nadie estaba con ella.

Todas las tardes hacía lo mismo. Todas menos una cuando, después de ir a alimentar a las gordas aves, encontró un gatito sucio y amarillo frente a su puerta.

¿Tendría frío?, ¿hambre?, ¿sueño?

Ague abrió la puerta y dejó que entrara. Le dio leche, lo limpió y le hizo una camita a un lado de la suya, con una cobija igual de vieja que ella.

Lo nombró Teo.

El gatito dormía tan profundamente que ni los fuertes ronquidos de la anciana podían despertarlo. Teo le maullaba a Ague todas las mañanas para pedir su desayuno o para que lo dejara salir un rato a jugar entre la hierba.

La primera vez que le abrió la puerta, Ague tuvo miedo de que no regresara, pero lo hizo. En ocasiones, ella también salía al patio y se sentaba a ver las nubes mientras Teo correteaba insectos.

Las habitaciones volvieron a llenarse de ruido: a veces era la anciana bastoneando lentamente para perseguir a Teo. Otras, era el gatito tirando al piso las figuras de porcelana que había encima de los muebles.

Ague llenó la sala de bolas de estambres de colores y le tejió a Teo un suéter para cada día de la semana. ¡Incluso para cada festividad del año!

La anciana al final de la calle volvió a sonreír. Primero poquito, tan poquito que nadie pudo notar que lo estaba haciendo. Luego tanto que su vecina Martha dejó de preguntarle por sus hijos y nietos.

Y la casa dejó de ser grande, grande porque ahora eran dos.

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