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La danza de las sillas

La danza de las sillas
Por Elpidia García Delgado

Cuento del libro Ellos saben si soy o nos soy, Premio Programa de Publicaciones del ICHICULT 2013, FICTICIA-ICHICULT 2014 

Un repentino incremento en la demanda de baterías recargables forzó a la empresa Battery Systems a contratar personal en tiempo récord. El director, Teseo Villalobos, reunido con su equipo de producción, estimó que era necesario contratar ciento veinte trabajadores con urgencia para cumplir con los objetivos.

Un lunes a las seis de la mañana, los nuevos operadores esperaban haciendo fila afuera del edificio de la maquiladora, en el parque industrial Omega. Dos guardias apostados en la entrada los harían pasar conforme los supervisores les avisaran. A pesar de la preparación previa, organizar a tantos obreros de golpe, era un reto difícil y las cosas por hacer eran muchas.

En las diferentes áreas todo se precipitó para dar cabida al nuevo contingente. En el almacén, los muchachos formaban lotes de producto sobre tarimas de madera para llevarlos luego hasta las zonas de montaje. Los supervisores, reportes en mano, iban nerviosos a lo largo de los pasillos dando instrucciones, los jefes de grupo apuraban a la gente a empezar a trabajar cuanto antes, se oían gritos, órdenes; los operadores se ponían lentes de seguridad o guantes, se envolvían los dedos con gasa verde para evitar picárselos con filamentos de alambre, y ponían en orden su herramienta antes de iniciar la jornada; los mecánicos terminaban de instalar o ajustar los equipos. Otros, movían mesas y sillas, al arrastrarlas de un lado a otro hacían ruidos chirriantes, algunos, las cargaban en brazos. La escena parecía un baile en el que las sillas, como damas en un baile de Versalles eran obligadas a una danza musicalizada con chirridos y estridencias.

A la China le decían así no por la forma de sus ojos, sino por lo apretujado de su pelo crespo, como de negra. Era malhablada, confianzuda, pero los jefes la toleraban por su destreza y antigüedad. Su mejor amiga era Toñita, famosa por los burritos que vendía antes de empezar el turno. Trabajaban juntas, una a cada lado de la banda transportadora en la línea de baterías para teléfonos celulares.

—Mira nomás qué pinche desmadre, Toñita, a ver dónde meten tanto cabrón de un chingazo —, dijo, mientras los nuevos ya entraban poco a poco sin romper la fila.

—No me la voy a acabar con los burros mañana, tendré que levantarme a las tres.

Los supervisores se acercaron para llevarlos a sus lugares.

—A ver, los primeros veinte, vengan conmigo—, dice uno. Otra jefa escoge del grupo solo hombres que parecen más fuertes:

—Tú y tú, también ustedes dos, ése de allá que está grandote, sí, tú, el que tiene cara de cargador, no te hagas pendejo, m’ijo. Van a estar en mi área, el trabajo es pesado y necesito huevos. Por este lado, síganme, pero rapidito.

―Necesito a los que sepan soldar con cautín, levanten la mano. Véngase para acá, mija, no me tenga miedo, estoy feo, pero soy bien chido. ¿Quién más?

¡Vamos pues, mis chavos! —, los apuró el jefe del área de componentes.

La selección prosiguió un buen rato. El gerente de producción, José Luis Terrazas salió de su oficina para ver cómo iba el acomodo de personal. Era fortachón, con cara de pocos amigos. En las juntas se ponía irascible de pronto, el volumen de su voz subía en crescendo, hasta llegar a los gritos. Incluso se había enfrentado a golpes con subordinados en otras maquilas.

—¿Qué pasó, cómo va todo?, ya les he dicho que no quiero bolitas —, dijo con tono molesto y el ceño fruncido al ver a los supervisores que discutían formados en semicírculo —, todavía veo mucha gente parada y ya son las ocho y media. Ya no tarda Villalobos y nos va a ir como en feria, ¿saben cuánto nos va a afectar la productividad?

—Ingeniero —José Luis exigía que le llamaran así—, es que ya no hay sillas, faltan cincuenta para poder sentarlos, de eso hablábamos, para ver qué podemos hacer—. Las estaciones de trabajo estaban diseñadas para que los operarios realizaran su trabajo sentados.

—¿Cómo que no hay sillas? A ver, vocéame a Roberto Martínez. ―Empezó a calentarse como agua en una olla puesta al fuego.

El gerente de mantenimiento de planta llegó rápidamente, ya estaba enterado del problema, contestó relajado, le causaban gracia los arranques de José Luis.

—Cuando hicieron el inventario contaron también las que estaban en reparación asumiendo que podían usarse. O sea que sí hay, pero están afuera, en el patio, no tienen respaldo, se atoran los asientos, estás chuecas o rotas, inservibles, en una palabra.

—Entonces tú le vas a explicar a Villalobos que eres responsable de que haya cincuenta cabrones a los que no podemos poner a trabajar.

El agua en la olla empezó a borbotear. Mientras hablaba, le apuntaba con el índice mirándolo con fijeza. Los operadores cercanos no perdían detalle, después hablarían de ello en las horas de descanso.

—¿Por qué? El inventario lo hizo tu personal, no mantenimiento, ¿te acuerdas? Mira, no te aceleres, ya mandé a cinco técnicos a reparar las que se puedan, va a ser lento porque no hay piezas de repuesto, pueden completarse algunas si usamos las partes buenas de unas para arreglar otras, pero serán pocas. Comprar nuevas va a tardar varios días, ya hay una requisición en Compras. También llamé a dos maquilas para pedirlas en préstamo, las van a traer en dos días. —No rechazó su mirada, Roberto tenía un carácter despreocupado y no se inmutaba por cualquier cosa.

—¿Y ahora qué chingados hacemos con esta gente? —, inquirió José Luis, las manos en jarras. Pensó en los índices negativos que reportaría a Teseo en la siguiente junta.

La China estaba a escasa distancia de los que discutían, se atrevió a intervenir.

—Oiga, Inge, pues en las oficinas hay muchas sillas, las de las secretarias, por ejemplo. Quíteselas, al cabo esas pinches viejas se la pasan todo el día de huevonas, pintándose la jeta y hablando por teléfono. Y aviéntelas pacá, pa que sepan lo que es chambear, las hijas de la chingada. —Los operadores de la línea se soltaron riendo.

―O las de los ingenieros, se supone que tienen que estar en el piso de producción,  en  lugar  de  sentadotes,  feisbuqueando  en  su  compu,  ¿no?  —,

intervino Toñita, para apoyar a su amiga— también pueden traer las del personal de oficinas del segundo turno, al cabo ahorita no hay nadie.

El grupo volteó a verlas con expresión de molestia, por la intromisión. No respondieron, pero al gerente de producción le pareció buena idea. Se dirigió a los supervisores:

—Sáquenme todas las pinches sillas de las oficinas hasta que vea toda esta gente sentada y trabajando. Y tú, Roberto, consigue las que te van a prestar lo más pronto que puedas, tampoco podemos tener a los administrativos sin hacer nada.

Cuando empezaron a quitárselas, los dueños de las sillas se resistieron.

Entre más alto el puesto, mayor su cariño, que los arrancaran de ellas les dolía.

—¿Cómo que se van a llevar mi silla? Soy gerente de sistemas, que se las quiten a los ayudantes de oficina. Además, tengo mucho trabajo, ¡no se la pueden llevar! —, era la queja en cada cubículo.

—Órdenes del jefe, solo es por este turno. Ni modo, mañana llegan más.

Un desfile de sillas acolchadas de varios colores con reposabrazos, ruedas, algunas ejecutivas, de respaldo alto y hasta de piel empezaron a salir de la puerta de acceso de las oficinas hacia el área de producción. Todos los operadores miraban divertidos la nueva danza.

—¡Órale, Toñita!, me hicieron caso, los güeyes. Qué chidas están, de esas nos deberían dar, las de nosotros son tan duras, que ya se me achataron las nalgas ―expresó la China.

—Sí serán pendejos, cómo se les ocurre traer tanta gente sin pensar en las

sillas.

José Luis, con las manos en la cintura, se aseguraba que no hubiera más excusas para empezar a producir.

—¡Allá faltan dos, aquí necesitan otra, órale, rápido! —, ordenaba.

A las nueve y media de la mañana el problema estaba resuelto. Los operadores estaban sentados y pronto empezarían a producir. A esa hora, Teseo Villalobos estacionó su Honda último modelo en un espacio con su nombre frente a la entrada principal. El lugar que ocupaba en la organización le permitía tenerlo, también llegar tarde. Vestía pulcro, siempre camisa blanca y corbata. Usaba lentes de pasta estilo nerd. Sacó el portafolios de piel café de la cajuela y se dirigió a su oficina, la había acondicionado con el mejor mobiliario. Un portanombre de madera con una placa dorada, indicaban título y nombre: Teseo Villalobos, Director. La silla que había elegido no era igual a ninguna otra en la empresa, de cuero genuino a tono con el portafolios, con ruedas, giratoria y reclinable, respaldo alto, una belleza. Pasaba la mayor parte del tiempo sentado en ella, se podía comprender su apego y lo plano de las nalgas.

La puerta estaba abierta, la abría el guardia por la mañana para que una empleada hiciera la limpieza. Cuando entró y no vio su silla, salió con gran molestia a buscar explicaciones. En el pasillo se encontró a José Luis y éste le explicó la situación.

—Pero, ¿cómo les permites usar mi silla, cabrón, la del director? ¿A ver, dime dónde está? Vamos por ella.

Fueron dando grandes zancadas al piso de producción. Poco antes, la

China, cuando vio la silla de Villalobos había hecho trueque con el operador nuevo al que se la dieron, aprovechando su novatez.

—Mira nomás, Toñita, qué chingón se siente estar en esta sillota. ¡Parece la de un rey, hasta huele bien rico, a piel y a la loción del Villalobos! —Se deslizó en ella a lo largo del pasillo, para sentirse como papa o dictador.

—Ay sí, te crees muy fregona, pinche China —decían, riendo los muchachos.

Teseo llegó dando grandes pasos hasta donde estaba la China. José Luis lo seguía sin saber qué decir.

  • A ver, ¡levántese! —ordenó.
  • ¡Uy!, ¿pues por qué tan enojado, Inge?

—¡Que se levante le digo, esa es mi silla!

—Está bien, está bien, si yo no se la robé, oiga, las trajeron para sentar a los nuevos. Pero yo tengo más derecho que ellos por ser más vieja y se las cambié por la mía.

Los trabajadores bromearon mucho ese día recordando a Teseo y a su trono recuperado. Lo que no supieron hasta después fue que mientras lo paseaba de regreso a su pequeño palacio, le dijo a José Luis:

—¡Córreme esa pinche vieja!

—¿Con qué motivo?

—Por zarrapastrosa y fea.

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