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La Luna en Verano

La Luna en Verano
Por José Alberto Díaz

Había observado a la luna en una noche estival de verano. La luna trasponía las nubes y las montañas, salvo el monte más cercano a mí. Iluminando con pálido fulgor la ciudad, hermosa se veía aún con su exuberancia de cráteres. Cirros y cúmulos jugaban a sitiar su presencia por momentos efímeros, adquiriendo la iluminación que deseaban para sí. Suspiré por un instante. Un anhelo de tocar la silueta de la luna surgió vehemente en mi corazón. Sólo eso me importaba, a pesar de las miles de estrellas lúcidas que adornaban el manto nocturno del cielo perfecto. Entonces decidí subir por la montaña más alta para lograr mi objetivo. No me detuve por nada, corrí incansable hasta llegar a la cima. Remontando cada piedra, cada tramo terregoso y cubierto de césped, alcancé la cúspide. Había llegado también al pináculo de mis anhelos, pero me di cuenta de que la luna era inalcanzable. Las ilusiones que había forjado mi mente dejaron de hilvanarse. Ella estaba situada tan arriba… y yo, por debajo de tantas cosas. Pude fijarme de la soberbia que servía como halo alrededor de su forma circular. Ella ni siquiera notaba mi nimia existencia, no era nadie. No podía gritarle ni derramar lágrimas, consciente estaba de que jamás iba a percibirlo, y desde ese momento sentí que el verano había fenecido. El impávido cierzo me hizo descender de la montaña para ocupar mi posición habitual. Ahora sé que la luna siempre estará fuera de mi alcance, evidente y hermosa, pero colocada a la misma inasequible distancia. Sólo me conformaré con la llegada del fatuo verano para subir la montaña más alta. Para ilusionarme en la cima hasta creer que acaricio la luminosa silueta de la luna llena, ladrona de los rayos del sol. Para imaginar que juego como niño sumido en emoción e inocencia, refugiándome en sus cráteres, escapando para siempre del tormento de la triste realidad.

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