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Terreno baldío

Terreno baldío
Por Hugo Servando Sánchez

Los terrenos baldíos afean cualquier ciudad, y el que estaba frente a nuestras casas no era la excepción. Aunque, a veces, el sol de invierno hacía brillar las bolsas de basura, el pasto seco y los gatuños casi dolorosamente, y esto le otorgaba cierta belleza. Ahora que lo pienso, ese terreno baldío, era como un jardín poco generoso o incapacitado para ofrecernos más. Por qué no habríamos de conformarnos con un terreno baldío, lleno de escombros, de troncos mutilados, de basura plástica, del excremento de los perros, al igual que aceptamos las carencias de las personas. Demasiado tarde para esas consideraciones, el terreno baldío desapareció y también los atardeceres que ahora recuerdo como un antiguo lujo. En su lugar, un importante empresario, abrió la sucursal de un próspero negocio.

Al primer año de haber ocupado la casa, el terreno estaba más limpio, era como un pedazo de campo atrapado por el tráfico de las avenidas. En tiempo de lluvias, soltaba un aroma a tierra mojada y a zacate. Tenía la idea de que por sí solo se iría convirtiendo en un pequeño parque a donde llevar a los niños. Pero los dueños comenzaron a utilizarlo como tiradero de escombro, se fue llenando de basura poco a poco y de modo constante, aun con los intentos de algunos vecinos por evitarlo. Con una cerca de alambre lograron que se siguiera contaminando pero sin limpiarlo previamente, de manera que se convirtió en un mundo solitario e inmóvil por donde dejaron de pasar las vecinas rumbo a la tortillería o los niños de camino a la escuela. Después de las lluvias, se despertaba un olor empantanado o como de animal muerto. Era deprimente verlo durante el día y por las noches la colonia lucía más peligrosa. Pero luego, casi sin darnos cuenta, el sol parecía curarlo. Cualquier mañana nos encontrábamos con un trozo de selva lleno de insectos, lleno de vida.

Los trabajadores llegaron unos meses más tarde pero dijeron que no sabían nada, que a ellos sólo los habían contratado para limpiar el terreno y meter la aplanadora. Así pasaron dos meses, de la limpieza a la edificación de los cimientos. Uno de los vecinos dijo que construirían un Burguer King, esa información pasó de boca en boca como una verdad absoluta, acompañada de papas fritas y refresco. Me dio entre hambre y asco, al imaginarme comiendo hamburguesas casi todos los días. Así que cuando dijeron que no se trataba de un restaurante de comida rápida, me sentí aliviada.

Trabajaba en el Salón de Belleza aplicando tintes, esa es mi especialidad pero también sé cortar el cabello. Conocía a casi todas las chicas, a las más viejas en el oficio y a las que recién llegaban pensando que esto era fácil. En el piso de arriba se impartían varios cursos, entre ellos el de maquillaje. Ahí conocí a Mario, un hombre de unos cincuenta años, alto y robusto con la piel de un moreno fuerte, casi como un negro. Nadie se explicaba qué hacía un hombre como Mario tomando un curso avanzado de maquillaje, lo cierto es que de inmediato se destacó entre las alumnas por sus conocimientos y su habilidad para darle vida a un rostro demasiado inexpresivo o bien, para suavizar el tamaño de narices complicadas, agrandar los ojos o convertir los gestos melancólicos en miradas interesantes. A tal grado llegaba su talento que la maestra tenía mucho que aprenderle y poco que enseñarle además de los nuevos maquillajes y tendencias. Era un hombre platicador y alegre, siempre se quedaba unos minutos con las empleadas en el primer piso antes de ir a la clase. A veces sentía que yo le gustaba, porque lo descubrí varias veces observándome; pero luego me di cuenta que su mirada estaba vacía de intención, como si rápidamente me evaluara y después volviera a mirarme para confirmar algún detalle con exactitud. Un día encontré a Mario cerca del nuevo edificio, no era una persona que me interesara para tener una relación fuera del trabajo, así que solo lo saludé de lejos y me alejé.

La construcción de algunos locales independientes y unos hermosos arcos sobre pilares clásicos nos dieron la idea de una pequeña plaza comercial. Todo lo que necesitábamos estaría ahí, un banco,  un gimnasio bien equipado, alguna tienda de ropa. Podríamos dejar el carro en la casa y caminar al otro lado de la calle para encontrar todo. Alguien dijo que esto le daría mayor valor a las casas en caso de que quisiéramos vender. Pero yo pensaba en los años que me había costado tener derecho al crédito, ya no digamos todo el tiempo ahorrando para mantener los intereses a raya con dos niños que mantener, el olor del tinte pegado a la nariz día y noche y, para colmo, la venta de ropa por catálogo, persiguiendo aquí y allá los abonos cada quincena. Mi vida comenzó en esa casa con el nacimiento de mi primer niño y ahí quería que continuara.

Como cada año, se convocó a un desfile de peinados de fantasía y maquillaje, todas debíamos colaborar con las alumnas para organizarlo, se necesitaban modelos y yo era de las favoritas cada año. Se realizó un sorteo de las pocas candidatas, las demás alumnas tendrían que buscar entre parientes o amigos ya que ese desfile sería el examen final del curso. Le toqué en suerte a la hija de la dueña para el peinado y a Mario para el maquillaje. Los dos me observaban como si fuera un muñeco. Mario me hizo mediciones de la cara que apuntaba luego en un cuaderno.

Losas de mármol, maderas oscuras, jardineras con plantas artificiales y un exceso de color beige iban llenando los espacios del supuesto complejo de locales comerciales que conformarían la pequeña plaza. Con decepción me di cuenta que el edificio estaría dándole la espalda a toda la cuadra, de modo que una puerta metálica que parecía una cochera había quedado justo frente a mi casa y ya podía escuchar el ruidoso abrir y cerrar cada mañana lastimándome los oídos.

Empecé a extrañar el lote baldío. Los fines de semana en que me quedaba casi todo el día en la casa noté que una oscuridad nueva se adentraba más a prisa en la sala y en el patio delantero, era la sombra del edificio.

El día del desfile nos citamos con dos horas de anticipación. Me puse el vestido blanco hueso que días antes me habían dado porque era el único de mi talla, aunque no el más bonito. La hija de la dueña y Mario estuvieron de acuerdo en arreglarme de novia, así que todo iba a ser más tardado. Yo estaba muy emocionada porque nunca me casé, tuve a mis hijos antes de tener novio, y apenas viví en pareja el tiempo que hay entre una primavera y un invierno.

—Usted tiene una cara muy bonita, Cecilia -me dijo Mario, mientras me maquillaba.

—Y de qué me sirvió la cara si lo único que quieren los hombres es el cuerpo -le contesté riéndome.

—No todos Cecilia, algunos queremos algo más en serio y para siempre.

Terminó de maquillarme y me puso un ramo de flores entre las manos para que lo usara en la pasarela. El desfile duró sólo unos minutos, pero la fiesta se prolongó hasta las tres de la mañana. Los intentos de Mario por agradarme, hacían un efecto contrario en mí, de manera que toda la noche estuve tratando de evadir sus manos grandes y su sentido del humor grosero y machista.

De regreso a casa me detuve frente a un letrero enorme que habían puesto en el estacionamiento del nuevo edificio: próxima inauguración, funeraria El atardecer. Las bebidas de la fiesta hicieron su efecto, al punto que casi me dio risa. En la casa frente al espejo observé el maquillaje que había usado Mario, las delicadas mejillas que me hacían ver como una hermosa novia. Fue inútil cualquier tipo de protesta del grupo de vecinos en la presidencia municipal, porque todos los permisos estaban en regla.

Los niños hacen preguntas sobre lo que sucede todos los días detrás de aquella galería de arcos, en la que personas vestidas de negro llevan siempre flores entre las manos. Invento algunas cosas, en lo que crecen. Me gusta hablarles del terreno baldío, es algo en lo que pienso a menudo, tal vez porque un terreno baldío puede convertirse en casi cualquier cosa, un restaurante de hamburguesas, una plaza comercial. Yo se los dije a todos, primero muerta que irme de aquí. Seguido me topo con Mario, me ve y me sonríe desde el edificio donde trabaja, al otro lado de la calle.

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